AUSCHWITZ Y LA HISTORIA MÁS TRISTE JAMÁS CONTADA


Como un año más, ayer veíamos en las noticias la conmemoración en memoria de las víctimas del Holocausto. Se cumplían 76 años de la liberación del campo de concentración de Auschwitz por parte del Ejército Rojo de la Unión Soviética. La que es la barbarie más grande de nuestra historia reciente ni siquiera ha cumplido un siglo y, visto el curso de los acontecimientos de estos años, cada vez veo más real la posibilidad de que algo así podría repetirse.

No vengo hoy a explicaros las razones de este planteamiento ni tampoco a detenerme en las desgracias que siguieron sufriendo los prisioneros tras su liberación. (Un gran porcentaje murieron en los días siguientes por enfermedad o cuando su estómago no pudo asimilar la cantidad de comida ofrecida por los rusos, acostumbrados a años de inanición. Algunas mujeres sufrieron violaciones por los soldados que llegaron y, los que consiguieron salir y volver a sus hogares, lo hacían para no encontrar ni rastro de sus casas, familia o pertenencias. No tenían dónde ir) Hoy, haciendo alusión al título de esta entrada, quiero compartir con vosotros una pequeña historia que me impactó de tal manera que tuve que dejar la lectura en su momento. 

Este verano llegó a mis manos "Las 999 mujeres de Auschwitz" de Heather Dune Macadam, un relato periodístico y de investigación, tan crudo como real, sobre quizá una parte de las más desconocidas del famoso campo de concentración. Desconocida porque la historia siempre nos ha narrado un relato masculino de los hechos relegando a estas jóvenes y niñas al más absoluto olvido. Pero la realidad es que, mucho antes de que llegaran a suceder las imágenes a las que recurre el cine, de familias judías al completo llegando hacinadas en trenes a Auschwitch, 999 eslovacas inauguraron prácticamente el oscuro lugar sirviendo de conejillo de indias e iniciando así la "Solución Final" del régimen de Hitler.

En febrero de 1942 la purga no había hecho más que poner la semilla y la población judía ya no gozaba prácticamente de ningún derecho. Tenían prohibido viajar, asistir al instituto, vivir en calles principales, tener mascotas, motocicleta o coche. Habían sido desposeídos de joyas, abrigos de pieles y sus cuentas estaban a cargo del estado. Tampoco podían ser operados ni atendidos en hospitales. Vestían la estrella amarilla que no solo los catalogaba y delataba sino que hacía de su orgullo de pertenencia un motivo de burla y humillación. En ese contexto, 999 mujeres  eslovacas fueron llamadas de la noche a la mañana a presentarse de forma obligatoria para ir a trabajar a la Polonia ocupada por los nazis. Las condiciones que tenían que cumplir eran dos: tener más de dieciséis años y estar solteras (pretendían acabar con las judías fértiles en edad casadera asegurándose la no continuidad de la raza). No tuvieron tiempo de despedirse de sus padres o hermanos pues tras pasar lista en el censo fueron llevadas a la estación de tren y desde allí directas al destino que acabaría con la muerte de dos tercios de ellas durante el primer año de calvario. Iban engañadas, muchas de ellas ilusionadas al ser la primera vez que salían de sus pueblos, pensando que volverían en un par de meses o tres. Es fácil imaginarlas felices, con sus amigas de la infancia y vecinas, pensando qué aventura era esa a la que acudían pues, aunque implicara trabajar, también depararía muchas vivencias apasionantes en su más tierna juventud. Igual de fácil es suponer la tristeza que quedaba en sus localidades, vacías de las risas y lozanía de las muchachas, donde quedaban padres y madres preocupados que se dedicaron a enviar cartas, enseres y comida en los meses que siguieron. Sobra decir que eran incautadas antes de llegar a su destino.

Nada más llegar a Auschwitch, la funesta y terrorífica realidad hizo acto de presencia cuando hambrientas tras días de viaje, las metieron en barracones sin otra cosa que paja en el suelo atestada de chinches y pulgas. A la mañana siguiente las desnudaron, les robaron su inocencia buscando joyas escondidas en la conocida "revisión ginecológica", les raparon la cabeza y las desinfectaron con agua helada y sucia en medio de la nieve.

Pasarían tres años antes de que las supervivientes fueran liberadas como comentaba al principio de este post. En esos años interminables la mayoría de ellas asistiría con terror a la llegada del resto de sus familias y conocidos en los convoyes de ganado. Ellas sabían perfectamente que los mayores, enfermos o niños irían directos a las cámaras de gas pero...¿Qué podían hacer?

Es justo en este punto donde empieza la historia que quiero contaros. La historia de dos hermanas: Helena y Ruzinka Citronova. La primera llegó en el grupo de las 999 y tras realizar trabajos durísimos en los que veía morir a compañeras a diario, tuvo un golpe de suerte inesperada. Durante una jornada, en la comida, una kapo preguntó si había alguna chica que supiese cantar pues era el cumpleaños de un oficial de las SS. Ella alzó la mano voluntaria sin saber que el alemán se prendaría de ella consiguiéndole ciertos privilegios y protegiéndola en momentos donde estuvo a punto de morir. No fue una historia de amor como algunos quieren creer y no sabemos a ciencia cierta hasta dónde llegó la muchacha entendiendo que cualquier método de supervivencia es legítimo en el mismísimo infierno. 

A partir de aquí reproduciré frases literales del libro con el fin de no perder intensidad y emoción de la lectura.

Cierto día, algunas de las muchachas vieron llegar al campo a la hermana de Helena, Ruzinka, con su hija Aviva y un bebé de días en los brazos. Llena de angustia y tristeza, Helena se ocultó tras las montañas de ropa. No quería ver a su hermana antes de que muriera. ¿Para qué? Pero entonces su parte humana la empujó hacia la puerta del barracón y empezó a darle golpes. «¿Qué ocurre?», gritó uno de los SS al abrir la puerta con la pistola en la mano. Se plantó delante de él vestida con su mono y suplicó. «No me dispare. Acabo de ver a mi hermana y, después de tantos años, quiero morir con ella». 

De pronto, Franz Wunsch (el oficial que la protegía) apareció junto a ella y gritó a sus superiores: «¡Esta prisionera es mía! —La agarró del brazo—. Ha trabajado para mí desde hace años y la necesitamos. No quedan muchas con estos números y es una buena trabajadora». 

La tiró al suelo y la reprendió. Entre jadeos, le susurró: «Rápido, dime el nombre de tu hermana antes de que sea demasiado tarde». «No vas a poder. Viene con dos niños pequeños». «Lo de los niños es otra cosa. Aquí no pueden vivir niños». La triste verdad, dicha con aquellas palabras, se le clavó en el corazón. «Ruzinka Grauberova», murmuró Helena. 

—¡Vuelve al trabajo! —gritó él. Entonces hizo algo que solo podía hacer un oficial de las SS: se coló por detrás de Mengele y Kremer y desapareció en la zona del vestuario a las puertas de la cámara de gas. «¡Ruzinka Grauberova! —gritó Wunsch por encima del ruido de las mujeres—. ¡Ruzinka Grauberova, un paso al frente!». 

La mujer ya estaba desnuda y ayudaba a Aviva a quitarse la ropa. La frágil niña le miró. Él indicó a Ruzinka que sorteara el laberinto de mujeres y niños y fuera hacia él. La mujer, por supuesto, retrocedió. ¿Qué quería el enemigo de ella y de sus hijos? Agarró a su hija y a su hijo con fuerza mientras el atractivo miembro de las SS le pedía que saliera de «las duchas». Ruzinka le acarició el pelo rizado a su hija. El nene lloraba. Su madre lo colocó sobre su pecho, le dio la mano a Aviva y avanzó cautelosamente entre la maraña de mujeres y niños que se dirigían ya hacia las duchas. Wunsch habló con autoridad pero sin emoción; le dijo que su hermana estaba fuera. Ruzinka parecía agitada. Confusa. Les rodeaba el ruido y el caos. Estaba exhausta. 

 —Tienes que venir ahora si quieres ver a tu hermana. —¿No puedo verla después? —No. 

—Mamá, ve. Yo cuido de mi hermanito —se ofreció Aviva. 

Ruzinka le colocó al niño de dos días en brazos de su hija de siete años y le aseguró a Aviva que sería solo un momento. Ruzinka le besó las lágrimas a su hija y le dijo que se portara bien. Las puertas se cerraron tras ellos. Helena había salvado a su hermana pero sus sobrinos estaban muriendo en la cámara de gas...

No puedo imaginar el dolor que pudo sentir Ruzinka cuando al abrazar a su hermana supo lo que había pasado. Solo estoy segura de algo y es que, de haber podido elegir, habría acompañado a su hija Aviva y al bebé a la muerte porque la muerte en vida es aún muchísimo peor.

Las 999 mujeres de Auschwitz es un libro hermoso a pesar del dolor que emanan sus hojas. Es una historia de mujeres unidas, de hermanamiento, de lucha por la supervivencia tuya y de la de al lado... Os invito a que os sumerjáis entre sus páginas aunque ello conlleve conocer las historias más tristes jamás contadas...


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